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lunes, 16 de marzo de 2015

Desayuno con diamantes, 27



Liturgia para desposeídos

UNA VERDAD ÍNTIMA
                                                              
   Un poema es, en principio, un estado anímico, y el poeta, poseedor de ese signo afectivo, va cuajando su obra al compás de todo un proceso creador. Cuando abrimos un libro de poesía entramos, deliberadamente, a un mundo simbólico, a un mundo donde muy pronto descubrimos que no importa tanto lo que se dice como lo que realmente significa. El poeta, con su poesía, pretende comunicarnos algo, ofrecernos una verdad, una entrega que, indudablemente, se convierte en muy íntima, quizá porque se mueve en un terreno de privilegio para plantear esa interpretación del yo, iniciar la búsqueda de un espacio o esos valores tan esenciales que no necesitan una justificación; y, tal vez, por añadidura producir en nosotros todo un haz de sensaciones y sentimientos. La poesía, vista así, definida en su individualidad, se convierte en un instrumento de defensa, en una forma de liberación personal, en una fuga constante. La poesía es, también, manifiestamente una transmisión, aunque, en realidad, como señala el poeta y crítico Eliot, para delimitar su definición «la poesía es muchas cosas».
   La obra lírica de José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957) es, dos décadas más tarde, una forma de liberación personal. Ha ofrecido un ejercicio lírico que ha derivado hacia una espiritualidad, en su sentido más preclaro. También frustración y desaliento componen, temáticamente, buena parte de su corpus poético hasta el momento: Vulnerado arcángel (1983), fue un primer poemario que vislumbraba la imposibilidad de realización personal en un territorio hostil, La visión de arena (1987), mostraba, unos años después, una obligada devoción y obediencia a una existencia y una suerte más equilibradas, Árbol de iluminados (1991), la posibilidad diacrónica y sincrónica de una pasado tradicional, clásico, recreado magistralmente,  Las aves que se fueron (1995), se transfigura en el paisaje y el espíritu como elementos válidos para un hombre capaz, ahora, de sumergirse en el inexorable paso de su devenir, Libro del desvalimiento (1997), es su profunda reflexión sobre los conceptos tradicionales: vida y muerte,  y el actual Liturgia para desposeídos (2001). Poesía del desencanto ha señalado en su prólogo José Lupiáñez, o sentimiento de frustración espiritual, enmarcando la lírica escrita por el almeriense y la estética heredada de los novísimos.
    Liturgia para desposeídos parece cerrar una etapa en la poemática de José Antonio Sáez, hoy ya un poeta maduro, que viene a ensayar con su poemario la heterogeneidad de que es capaz con el verso. Divido en tres partes claramente diferenciadas, éstas están enlazadas, no obstante, por el sentido espiritual que recorre buena parte de su poesía y la entronca con abundantes alusiones al sentimiento cristiano. Sin embargo, en los poemas que componen «Don de lenguas», la mirada del poeta se posa en la caducidad de la belleza, la geografía marina, la visión o la mirada, lo mítico para escribir con una versatilidad poco común en la lírica; lo bíblico se ennoblece con el simbolismo de lo literario que es lo que predomina, no obstante; el poeta es capaz de vencer su desilusión sólo a través del verso y así lo manifiesta en esta primera parte: «Mira a tu alrededor: comprueba que vivir/ es la experiencia máxima que una vida depara. Los desposeídos serán los protagonistas de esa segunda parte, precisamente la que da título al libro «Liturgia para desposeídos»: enfermos, desarraigados de su tierra, expulsados del paraíso, son algunos de los protagonistas de algunos de los poemas de hondo sentimiento humano, quizás la parte que muestra la derrota espiritual de este mundo, «Travesía del Estrecho», «Complainte del enfermo de Sida» y «Emigrante marroquí en un parque»; hay mucho de denuncia, de comportamiento solidario, de identificación con los desposeídos, de confesión de una derrota;  y nuevas referencias literarias que se corresponden, desde el pasado, con este mundo: Gracián y el fingimiento, Fray Luis y lo infinito, Valle-Inclán y la oscuridad. Y una tercera parte, «Parábola de los durmientes» donde establece esa dicotomía de la realidad que vivimos entre lo verdadero y lo falso, la dimensión de una dramática realidad a que nos vemos condenados. El poeta elabora simbólicamente su imagen del hombre, una imagen que ni siquiera literariamente consigue precisar, «Un hombre es la promesa, lo que está por venir/ y pronunciarse, quien habrá de decir y definirse». Pero lo que se desprende de esta tercera parte, es el sentido cíclico de la existencia, la fatalidad y la devastación como conclusiones finales.«Somos una inmensa lágrima que se desliza/ por la pendiente oscura a que conduce/ la llaga abierta de esta civilización agonizante»—escribe el poeta en el último poema que titula «Los últimos viajeros». «Ceremonia del descreído —son las palabras finales con que cierra el prólogo José Lupiáñez—, salmodia del que camina, al ritmo que la negra fortuna le marca, al impulsarlo hacia su aniquilación.

José Antonio Sáez, Liturgia para desposeídos; Málaga, Diputación, 2001; Col. Puerta del Mar, 60.


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