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martes, 19 de julio de 2016

Alejandro López Andrada



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EL JARDÍN VERTICAL



     La narrativa contemporánea, esa que los estudiosos y críticos contemplarán y concretarán como una tendencia característica del primer cuarto del siglo XXI, deberá mostrar, y aun más cuantificar, el significado histórico de ese decenio convulso en la España de la crisis económica, de los desahucios y el engaño de las preferentes, de las exageradas estadísticas del paro, de la proliferación de trabajos precarios que dañan la economía y a familias que apenas subsisten, o de las leyes abusivas y retrógradas, las denominadas “mordaza” y las devoluciones “en caliente”, de la lacra y víctimas de la inmigración, o el desmantelamiento del bienestar social, y una extensa lista de sorprendentes situaciones que, en los últimos años, ha dado pie a que numerosos colectivos se defiendan y muestren con fuerza su indignación. La literatura nunca puede ser ajena, debe convertirse en juez y denunciar el continuo deterioro socioeconómico, político y cultural que irresponsables políticos vienen ensayando, un hecho que en este país y durante los años de la democracia y el auge de la pequeña/ mediana burguesía, nunca había ocurrido; y, de igual forma, deben testimoniarse esos niveles altos de corrupción excesivamente preocupantes, de los que salen fortalecidos, sin duda, los sectores financieros y quienes gozan de un mayor nivel económico. En este contexto social, surge la voz de un indignado, y lo hace con el certero pulso y la buena mano literaria de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957), autor de una prolífica obra poética, narrativa y ensayística que ahora entrega El jardín vertical (2015) que, sin el concreto subtítulo de La novela de un indignado, nos recuerda que, algunos tal vez demasiados en este país, viven en ese “jardín vertical” por el que nos pasea el narrador cordobés en su estremecedor relato.
       El jardín vertical, es una novela ambientada en la España de hoy, en esos días que uno amanece igual al anterior, con el sabor amargo en la boca, sin cambios y acaso esperanza alguna, alejado de un bienestar que una vez logró equiparar las clases sociales, lacerada recientemente por una dura crisis endémica, tanto económica como política, incluso ideológica. El narrador ofrece una perspectiva social y humana pese a la insensibilidad reinante, y con contundencia se hace eco de los recortes y el aumento del paro sobre una ciudadanía que durante las últimas décadas había ido ganando una merecida prosperidad como nunca antes, y empezaba a olvidar los duros tiempos de la dictadura, satisfechos y orgullosos de la progresiva implantación de una democracia en firme que equiparó a los españoles de a pie, instalándolos en una cómoda burguesía trabajadora que durante años ha sostenido la economía equilibrada de un país que al fin se alejaba de los fantasmas de un pasado; hoy excluida de esa quimera, contabiliza cómo un elevado número de parados se ven obligados a aceptar una inquisitorial reforma laboral discriminatoria que, por su precariedad, impone un determinado tipo de trabajo para que, con algo de suerte, la clase logre subsistir como buenamente pueda.
       Daniel, su protagonista, un hombre de mediana edad, nos devuelve con su relato a la España de un tiempo sombrío, a un lejano franquismo con sus sombras y luces, y narra inicialmente el contraste entre la vida rural y la vida urbana, o los incipientes movimientos sindicales y sociales; y años después, instalado en un cómoda existencia, y al hilo de la calificada “crisis económica”, contemplará como pierde su empleo, una extraña situación que conllevará para él otras muchas complicaciones en su vida cotidiana: el deterioro de su relación de pareja, la posterior separación, continuos enfrentamientos con algunos de sus mejores amigos, la acritud de su carácter consecuencia de todo cuanto le rodea, pese a que por su talante y a un oscuro pasado siempre había mostrado un cariz solidario y humano con sus semejantes, incluido el episodio narrado de Pamuk, un inmigrante e indigente, que desde la India había recalado en este país en busca de mejores oportunidades.
      A lo largo del relato, el personaje, y a pesar de una inestable y destemplada existencia, provocada por la situación a que se ha visto avocado, mezcla de inestabilidad social y psicológica, recordará siempre sus firmes convicciones y el sentido del bien común que lo ha acompañado a lo largo de su vida, las pretensiones de un joven que se ve obligado a emigrar a la gran urbe y recuerda de dónde proviene, y a esa familia que por circunstancias ha dejado atrás, sobre todo el abuelo y sus ideales, o la circunstancia trágica que los separó, aunque mantiene la firme honradez que lo caracteriza. Otro personaje paralelo se asoma a las páginas de El jardín vertical, entrañable y bien diseñado, Bernabé, un anciano que cuida en la residencia, enfermo de un cáncer incurable, y que por las circunstancias se ve obligado a dejar el lugar para así convertirse en su mentor y mejor amigo. Todos estos ingredientes, en el contexto de un país demolido social y éticamente, cegado por la corrupción política diaria y arrasado económica y financieramente, conforman para Alejandro López Andrada el cóctel necesario para dar forma a su particular defensa de la libertad, los derechos y la dignidad humana; y sin duda, uno más de los tantos gritos indignados en esta sociedad enferma y oprimida, y cuando uno lee estas páginas, quizá debamos traducirlas egoístamente como una forma de rescate, una mínima tabla de salvación en ese poco margen de cordura que le queda a la ciudadanía antes de caer en la enajenación a la que la clase política nos quiere someter día tras día.
                La prosa de López Andrada se caracteriza por ese firme y contundente  halo que contiene el lenguaje poético, que por su tesitura y por el empleo exquisito de imágenes y metáforas, o tal vez por un sentimiento más estético, parece alejarse de la crudeza con que retrata a sus personajes y las situaciones a que estos se ven sometidos; o mejor, de ese principio de provocación permanente a quienes sensibilizados con la sociedad, gritan al unísono. Circunstancias que, de alguna manera, llevarán a su protagonista a tomar una decisión sorprendente que no queremos desvelar, y no conoceremos hasta las páginas finales. Dota así el narrador a su historia de una poderosa atracción que provoca en el lector la identificación y la misma indignación con sus personajes principales, y lo mejor de esta novela el punto de vista para subrayar que, sin duda alguna, todos estamos involucrados y nos sentimos partícipes de la Historia. Su estilo es personal, bebe de las fuentes del tremendismo, del nihilismo absoluto de la soledad, o de la mágica visión de ese realismo revolucionario americano que caracterizó a toda una generación.
     El jardín vertical, se convierte así en la más valiente de las apuestas de Alejandro López Andrada porque se impone con su texto a ese obligado silencio a que nos han acostumbrado, en los últimos años, en los últimos meses, solventes medios escritos y visuales, evitando que algunas de las más molestas situaciones vividas por la sociedad española salieran a la luz, no solamente las alarmantes cifras del paro, o los números rojos que nos acompañan en el déficit gubernamental, sino esas otras pequeñas intrahistorias, quizá como la del propio protagonista, Daniel, y su pequeño gran mundo; a lo que habría que sumar una lectura recomendable que, a pesar del silencio de las grandes corporaciones informativas y de los aguijones molestos que intentan amedrentar, tenga una mayor acogida entre los lectores de esta diluida clase media que rehúsa la enajenación de sus derechos; llamémosles, desahuciados, preferentistas, parados, trabajadores precarios, simples  bocas amordazadas. 







EL JARDÍN VERTICAL
Alejandro López Andrada
Madrid, Trifaldi, 2015; 181 págs.

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