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jueves, 8 de febrero de 2018

Hoy invito a…



Angelina LAMELAS



RETRATOS DE MUJER
                                               
Descubriendo a Fraile
       En 1972 leí los "Cuentos de verdad" de Medardo Fraile  por primera vez, y recuerdo que a media lectura y cuando cerré el libro, dije la palabra sutil como si yo  hubiera descubierto esa cualidad de Fraile. Me puse contenta con mi  apreciación, tan literaria. Seguramente pensé que escribir cuentos  me daba silla de platea para ver lo que a otros podría escapárseles. Sutil... Ahora sonrío cuando leo críticas excelsas de su obra, que en algunos casos son verdaderas tesis, y me encuentro con la Sutileza como si fuera  alguien de la familia. Que no, que yo no había descubierto nada. Lo han dicho todos: Melchor Fernández Almagro, Gaspar Gómez de la Serna, Pilar Palomo, Rafael Conte, Sanz Villanueva, José María Merino, Ángel Zapata, Pedro M. Domene, Ángel Basanta, Hipólito G. Navarro, Ángel Vivas... Si;  lo han dicho todos o se nota que lo han pensado, pero yo no me resigno a silenciar una palabra que sale sola cuando se habla de este escritor. Porque sutil es el  que hace caminar  a sus personajes por un sendero que no está trillado,  el que sugiere con un silencio, una mirada, un roce, una tos;  el que encuentra la palabra que se ajusta sin apretar,  el que avanza un poco más en el laberinto de las pasiones humanas y no se jacta ni empacha al texto con su clarividencia y su estilo; el escritor que nos trae y nos lleva prendidos al hilo de su singularidad.
       Releer a Medardo Fraile es vislumbrar en cada lectura prismas nuevos. Lo supe muy pronto. Capté esta sensación como quien atrapa un rayo de luz  y no quiere abrir la mano del todo para que no se le escape.  Había leído el mismo cuento en Madrid, en Santander o en Buenos Aires, traqueteada por un tren o mecida por un barco, a la sombra de los jacarandales  o frente a un eucalipto desmelenado, y me ocurría que en cada  relectura de los cuentos de Fraile me llegaba un matiz nuevo, un quiebro en la sugerencia, una posibilidad de caja rusa. Era como seguir el curso audaz de un río que no siempre tuviera ganas de desembocar en el mar.

Retratos de mujer

       Decir que Medardo Fraile conoce muy bien a la mujer no es ir demasiado lejos en el camino de la apreciación, porque todo buen escritor debería moverse con soltura entre el género humano. Masculino y femenino singular. Pero  Fraile es  capaz de percibir y palpar el valor de un suspiro, el vuelo de un pensamiento, las posibilidades de un pestañeo, la falta de un trozo de sábado...  Para saber tanto de las mujeres, Medardo ha tenido que escucharlas mucho, mirarlas mucho. De lejos, de cerca, a media distancia. Y quererlas  también. Y desquererlas, pero nunca olvidarlas.
       Cuando en 1954 asoma por primera vez su talento narrativo con "Cuentos con algún amor", sus protagonistas son estudiantes, criadas, amas de casa, empleadas...; la Carmencita de "Mecanógrafa o reina", la novia de "El álbum", la mujer enferma del vendedor de  "espuma", Pilar, que  sería capaz de levantarse de la cama si supiera que el marido está comiendo sin pan. Mujeres reales, tocadas siempre con la maestría medardiana, entre el misterio  y un realismo lírico bien diferenciado. Medardo Fraile no se parece a los amigos cuentistas de su generación; a  Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite,  Fernández Santos... Fraile se parece a Fraile, y hasta  da la impresión de que a Fraile puede sorprenderle Fraile. El don prodigioso.
       Con su alejamiento físico de España en el año 64, la mirada del narrador se fija en algunas mujeres que no habían estado  antes en su ángulo de visión, sin olvidar nunca a las que se le cruzaron en Madrid, Úbeda o Toledo. La diferencia arranca en el "Prólogo o historia con una Miss", una delicia tan inolvidable como la tos borrada en una grabación. Medardo lee un cuento y la mujer le interrumpe porque el escritor ha tosido. Y él no protesta, aunque piensa: Pero es el caso de que yo no aspiro, ni he aspirado nunca, a ser infalible: yo quería mi tos. Pero Miss M. era olímpica... En esos puntos suspensivos pudieran estar los pasos hacia mujeres con nieblas y algún sombrero.
       No sólo  la distancia y la niebla son las causantes de varios cambios en la elección de personajes, ni en su tratamiento.  También la vida, con el paso y el poso del tiempo,  va marcando el devenir de Fraile. Aparecen algunos  signos de destemplanza, y el humor adquiere grados de acidez.  La ternura rebrota en la esquina de un cuento, aunque a veces se va de vacaciones. De la chiquilla que fue reina de la oficina, a Mrs. Morton de "Mientras cae la lluvia" hay más distancia que desde España a Inglaterra. A lo mejor,  como don Rosendo,  de "Descubridor de nada", Medardo ha salido a dar una vuelta por unos lugares que no son los suyos.

       Pensó en ella; no dejaba de "sentirla". Pensó en ella con lejanía y tristeza. Paula estaría ahora en una casa que por fuera se parecía a otras muchas, como cualquier mujer en su quehacer anónimo en este día gris, muerto. Paula, a cada instante se alejaba como un tren querido y pequeño por un túnel. Un tren que parece jugar y mirarnos mientras se aleja y que no volverá. Sus ojos intensos, claros, eran los farolillos de cola, su presencia, cada vez más lejana, la última prueba de que pasó.
      
       Como  vemos alejarse en la narrativa de Fraile a la real hembra de "Tregua", la que Iba por el paseo abajo.  Medardo sigue su paso con mirada experta y frase imborrable: Su cuerpo oscuro, cimbreño "se lo iba haciendo a la noche".
       El penúltimo cuento, "La carta" es la recreación de una atmósfera; la del desgaste de la convivencia y los achaques de la edad. La pérdida de las gafas, el plátano a deshora, la visita de la vecina, la carta empezada, el desembarco en Normandía por la televisión, la carta sin terminar, el sopor... Pero ella está allí con su camisón de flores, y él se  duerme mirando las flores.       
       De los ciento treinta cuentos que ha escrito Medardo Fraile,  y que ya están felizmente juntos en "Escritura y verdad " de la editorial Páginas de Espuma,  sólo hay  veinte o veinticinco en los que no aparece la mujer. Esto resulta muy normal y lógico, porque la vida es cosa de hombres y mujeres, y si hago esta aclaración es para que se comprenda  que yo no voy a hablar de las ciento y pico mujeres que pueblan sus cuentos. Me voy a detener en algunas; y  tendré que silenciar a otras que también son significativas en la obra de Fraile. Vienen aquí, de su mano, y yo he querido que se oyera la voz y la respiración del autor.
                                      Micaela   ( De "El retrato")

       Todos los años, en el aniversario de la muerte del señorito, Micaela asiste a la misa que se dice en su memoria. Micaela es la fidelidad al recuerdo, la persistencia representada en esa fotografía del señorito, que está allí, en el rectángulo de una pared. Es de esas mujeres que vienen de frente. De raza.  El narrador la sigue mientras Micaela madruga para ir a la misa y se arregla con los pequeños ruidos de una mujer discreta, acostumbrada a pensar en los demás.

       Micaela se incorporó en la cama y encendió la luz. La casa estaba en silencio: en el despertador eran las siete. Apagó la luz y se levantó. Damián dormía. Detrás de la puerta, Micaela comenzó a vestirse. Se oía su respiración, a veces entrecortada, mezclada con pequeños ruidos que producían los botones, el roce, las uñas. Eran sonidos flotando en un silencio recatado, oculto; un silencio blando, tentador, como la carne honrada de la mujer que iba vistiéndose. Cuando ella andaba o se vestía, era una mujer la que se vestía o andaba.

       Medardo  nos adentra en la naturalidad y en los sentimientos de Micaela. Y  se queda en la habitación para captar en la oscuridad los roces y los sones femeninos.  Botones, uñas,  telas. Le dedica un comentario que vale por un certificado de calidad: Cuando ella andaba o se vestía, era una mujer la que se vestía o andaba.  También a Luisa, la hija, en el fondo, le gustaría ser tan natural como ella. Luisa es menos honda, más desarraigada, y está más preparada. Ella es la que consigue  que, al cabo de los años, ya no quede ni sombra del señorito en las paredes de aquella casa. Pero Fraile nos lleva al encuentro de su rastro en la memoria de Micaela, "cada día más oscura y titubeante, más débil y apagada."  Es la fidelidad, que anda entre las páginas de "El retrato" aromando el alma y el cuerpo de Micaela como un puñado de romero, el agua de colonia o unas hojas de albahaca.                 
                                         Carmencita  ( De  "Mecanógrafa o Reina" )

       A mí lo que me gustaba de Carmencita era cuando aparecía en una puerta, miraba, decía "Hola" y se volvía sin entrar, como si algo se le hubiera olvidado o hubiera ido a mirar Dios sabe qué. Entonces, sí. Entonces era para comérsela, porque ella tenía su mundo: un mundo muy personal.

       Lo que cuenta Medardo Fraile de Carmencita es mucho más sugerente que  hablar de sus ojos, de sus labios o de sus piernas. Más gráfico también. Llega, se asoma y se va. Tres tiempos en los que el encanto de la muchacha está presente y en movimiento. Fraile deja suelta la imaginación del lector. No es un retrato impresionista, desde luego.

       La verdad es que, en tres años que estuvo, hizo de la oficina una pecera, en la que nosotros, los peces grises, admirábamos con orgullo a aquel pez de colores que se dignaba estar  ocho horas como todos  y ganar un sueldo como los demás. Era un bonito pez, de carne jugosa, larga y de limpio color, al que, descuartizado, se hubiera vendido a buen precio, pero con pena.

       La voz narradora es la de uno de los compañeros de la oficina. A veces utiliza el plural para seguir la peripecia de aquella chiquilla que estimuló la imaginación de todos. También él es un "súbdito" que aspiró a más, pero con los pies en la tierra, y supo admirarla con altruismo y alegría. Y convierte a la oficina en una pecera  y a Carmencita en un pez de colores que se cruza con los peces grises, que son todos los demás. Jugosa y larga es la carne de la muchacha;  lo que equivale en este retrato a deseable y escurridiza.

       ...Como compañeros, dentro o fuera del trabajo, lo que quisiéramos, pero nada más. A lo mejor estabas en el cine, por ejemplo, y se te ponía en la cabeza que la chiquilla era para ti.  Ella entonces se te quedaba mirando de tal forma que tú sabías que estabas haciendo el indio, y ese momento de duda era el que aprovechaba ella para decirte:
       — No lo estropees, hombre. Eres un compañero y nada más, y por eso he venido al cine contigo. Es una tontería. Estáte quieto.

                                        Flora y Martita ( De "Un juego de niñas" )

       Vivían solas, inundadas por la luz beatífica de la soltería, a veces suspirante, a veces rara.  Tenían ahorrillos, acciones en Explosivos y en la Tabacalera, valores en papel de Estado, rentillas de parcelas y pequeñas casas. Comían frugalmente, demostraban primor con las cintas, los hilos y las telas; eran blancas de piel, cepilladoras, y usaban en su limpieza clara, agua, jabón, colonia y polvos, y alcohol de romero, algunas veces.
       Su único capricho era tener luz, un poco más cada día. Luz para que el pelo brillara, para que fulgurasen los ojos como a los veinte años, para hacer jerséis y vendérselos a los marineros o regalárselas a los niños, para leer los titulares de los periódicos, para ver en las revistas fotografías del Santo Padre, para apreciar sin error las  abejas y los patos en los cuadernillos de punto de cruz.

       A Flora y a Martita no sólo les ilumina la luz artificial. Ya lo dice Medardo cuando escribe sobre la luz beatífica de la soltería, que es en este caso la  luz de la inocencia abarcadora y encendida.  Las dos hermanas andan por el cuento a pasitos cortos y brillantes. El escritor  apenas las separa, como si estuvieran unidas por el mismo resplandor. Flora y Martita o Martita y Flora son el bloque de la fraternidad. No dieron a luz hijos propios, pero fueron añadiendo tintilanes a la araña del salón, hasta hacer de la luz su única  ilusión.  Hace muchos años, Martita tuvo un novio, y lo dejó  porque ella no quiso entrar en un portal oscuro, por el que había que pasar, al parecer, para tomar café y galletas con una tía del novio que se había empeñado en conocer a Martita.  Y el portal oscuro en un cuento tan luminoso, resulta un motivo claro para dejar un noviazgo.
       Medardo Fraile focaliza su atención en el brillo de ojos, pelo, adornos, agujas de hacer punto, hebillas, pasadores de pelo, gargantillas  de raso ..., que acompañan la peripecia vital de estas mujeres, y nos las deja brillando en la memoria, lo mismo que ocurrió a su muerte:                                             

       A Martita, cuando la enterraron, le duró más que a Flora su luz: veintidós días más. Y salía de ella luz rosa, amarilla o verde, como si a última hora fuese el cuerpo dormido de Martita una graciosa fuente de ilusionismo.

                                                    Rosita  (De "La cajera" )

       Cuando entró a trabajar en el bar, era moza talluda. Había correteado por el barrio hasta ponérsele las ancas solteronas y agrias, quiero decir dormideras, y algo fondonas. Tuvo su novio allí, en el barrio, y también en el barrio sus lágrimas y su pintura corrida. Y cuando acabó todo, y eso de "mira chica, vamos a dejarlo" se oyó por última vez, ella, para hacer más llevadero el tiempo y olvidar, se colocó en Argüelles, en un bar, y esto la obligaba a un largo desplazamiento diario en tranvía o en metro, es decir, que se dio a los viajes.
       En este  párrafo  hay cuatro adjetivos  que  resultan investigadores muy perspicaces y de mano larga:  Ancas solteronas y agrias,  quiero  decir dormideras, y algo fondonas. Lo de ancas solteronas y agrias me parece un logro, lo de algo fondonas acompaña bien, aunque sorprende menos, pero la aclaración de quiero decir, dormideras, penetra en la realidad de una carne pasada de rosca y forma un solo cuerpo con Rosita, que ya no podrá dejar de tener las ancas dormideras. Memorable. Lo mismo que si un adjetivo hubiera hecho un máster en Recursos Humanos.
        Y continúa Medardo ilustrando el perfil de la cajera.

        Los primeros días, los ojos de Rosita, grandes, oscuros, desorbitados, giraban y se movían por encima de la caja con la pretensión de resultar alegres y atractivos.

        Rosita sale con su propia soledad. Nadie la espera al terminar su larga jornada de trabajo. Por allí hacen guardia los árboles, testigos  de tanta escasez, y pasa el último tranvía, expresión real y también sugerente, porque Rosita no era como Isabel, no tenía suerte. Tampoco era como Ketty, a la que de noche buscaba don Ángel al filo de la una. Don Ángel, que no era su novio, porque los novios no tienen don. 
               [...] Hasta que un día la caja registradora atrajo los ojos de don Andrés Llorente, rentista y caballero, tosedor y jaque, mayor de edad, demasiado tal vez.

        ¿Qué ocurre en el corazón de Rosita? El narrador no quiere que dure demasiado su esperanza, y al hombre mayor se lo lleva una ola de frío. Fraile lo comenta con ese humor, hermano de   Jardiel o de Mihura, que ya asomó al comienzo del cuento (cuando dice que Rosita se dio a los viajes):   

        Y don Andrés se fue. Como se fueron cuatro vacas en  Lugo, una vieja en Ávila, un camión de harina en Soria, un guarda de noche en La Felguera... [...]

        Se va don Andrés y se queda Rosita frente a la caja registradora.

                                               La mujer de "Ojos inquietos"

        Es una mujer innominada, lo que me parece bien, porque podría retratar la insatisfacción sin nombre propio. Ella se está bañando mientras su marido se queda mediodormido en la mecedora.

        —¿Qué te parece? ¿Cenamos?  —dijo ella con el pelo recogido arriba, recostando en el marco de la puerta el frescor de su cuerpo en una bata marcadora, dócil.
        —Como a ti te parezca  —contestó él con dificultad sobre un largo bostezo.

        Fraile prepara el ambiente con arte y  sabiduría escénica.. Tres bostezos escalonados rubrican la indiferencia. Hace coincidir uno de ellos  con la aparición de la mujer en el marco de la puerta. El hombre está lejos de aquel cuerpo y de su frescor.  Y ella sonríe con algo de coquetería a la voz varonil que le traen las ondas de la radio (Lo que también revela penuria sentimental). Después de cenar se van a ir al cine, así que ella  recoge en la cocina y se dirige al tocador y luego al cuarto. Él vuelve a la mecedora y abre el periódico.

        Bajo las ondas de la música se ahogaban ahora los ruidillos de broches, los roces sedosos en las telas, el leve choque de una uña con un botón chico, el secreto siseo carnal de una mano acostumbrada ajustando una media. Se oyó un taconeo. Reposado, seco, como los cascos de una yegua enjaezada, tensa. Apareció ella en la puerta del comedor.
        —¿Vamos?
        Él se levantó pasándose la mano por pelo, se llegó al lavabo, se peinó en seco y se puso la americana. Por la escalera abajo se oía el pisar de ella, su braceo de jaca a medio domar, nervioso, grávido. El taconeo de ella. Él bajaba detrás."

        Hay dos alusiones indirectas  a que  el hombre de "Ojos inquietos"  no anda sobrado en el cuerpo a cuerpo:  "Su braceo  de jaca a medio domar"  y  "como los cascos de una yegua enjaezada, tensa".
        Antes de entrar en el cine, cuando están sentados en un café,  ella le habla sin mirarle. Sobreviven.  Era como si hablara a un bulto mediano con facultad de oír, a un obstáculo para sus ojos que unas veces tenía a la izquierda y otras a la derecha y que le impedía siempre material o moralmente llegar más lejos, ver otras cosas.                            
        El cuento, tal como lo plantea Fraile, ocurre en unas  horas. Me parece una medida de tiempo perfecta. Todo lo que no se dice de esos años de convivencia, alimenta misteriosamente  el desasosiego y la inquietud. Y  la inquietud continúa.

                                         La mujer de "La mariposa"             

            Ella, ¿cómo era? Diariamente se lo preguntaba a sí mismo. Muy delgada, pálida, presta a devanarse, a debilitarse casi, en una serie deshilvanada a veces, de pensamientos. Inquieta, sujeta en ocasiones a un terror momentáneo, que la sacudía y cruzaba[...]

        Aquel día había sido más alegre de lo habitual, como si esas cosas no le ocurrieran a ella; así que cuando una mariposa de luz entra en la casa, él la mata, antes de que ella busque mensajes paranormales en el vuelo del insecto.

        Temía que ella entrara. Podría ver ese animalillo de alpaca que rubricaba sentencias en el aire de la habitación, que llegaba resuelto a trascender sus vidas, tranquilas hoy, normales, milagrosamente.

        Aquí la voz del hombre hace de la normalidad un lujo, y cobra un significado de inalcanzable la paz conyugal, la armonía, la tranquilidad. Él mata la mariposa de lo esotérico para que no se pierda ese día. Quiere encontrarse durante unas horas, por lo menos, con una mujer más equilibrada y terrenal.

        [...] Ella ponía la mesa. Ensimismada, tranquila. Se acercó él despacio y le rozó el cuello con un beso por haberle hurtado, matado, la mariposa.

                                 Mujeres con abrigo
                                       (A modo de confesión)

        Iba yo releyendo los cuentos de Medardo Fraile y, como quien no quiere la cosa,  me crucé con  varias mujeres que visten abrigo. Son sólo cuatro o cinco, pero tuve la idea de no dejarlas escapar.  Algo de culpa tiene Ángel Zapata en esa decisión, aunque parezca raro. Verán:  Confieso que al leer "La ternura del nómada", su impresionante prólogo a los cuentos de Fraile, pasé de la admiración más absoluta a la más rendida admiración  (no es una errata; es que no salí de la admiración). Zapata camina como quiere por las bifurcaciones de la "disidencia"  y el conocimiento crítico. Sentí envidia malsana de que se le hubieran ocurrido tantas cosas y  las dijera tan bien. Algunas las sabía yo, pero ya nunca podría decirlas sin que  mi conciencia me acusara de beber con fruición en las fuentes. Y no valía recurrir a la intertextualidad... Nada,  pero nada tan envidiable como haber dicho lo de que " "Medardo es  un  cuentista que instala bancos con acacias en la acera del cuento" ( y como para que te confíes, porque no es verdad del todo...) Así que ustedes comprenderán por qué yo no quise  desaprovechar lo de las mujeres con abrigo. Era un camino propio, desde luego...

        Y en esas estoy.

        La mujer de "Las equivocaciones" aparece al final del cuento. Va caminando por la Plaza de Canalejas. Por allí anda Lorenzo "dejándose querer por el sol de las doce".

        A su lado se movía despacio una muchacha pálida, realmente bonita. Con las manos en los bolsillos del abrigo y la espalda levemente arqueada, arrebujada con gracia felina, guardando su frío blanco y delicado, a pesar del sol.

        El lector siente deseos de abrigar, de prestar calor al desamparo de una mujer que se presenta así, encogida  en su frío blanco y delicado, a pesar del sol
        En "No sé lo que tú piensas " el abrigo adquiere rango de protagonista. Es el obstáculo  que impide ver el atractivo de la muchacha.

        En algunas clases teníamos sitios fijos. La lista del profesor era como el destino que nos juntaba, día tras día, con la misma persona. La muchacha que solía caer a mi derecha era alta, de pelo castaño. Iba con un abrigo de color ceniza, abrochado hasta el último botón: una escoba con faldas. Se pasaba la mañana muerta de frío, sonreía con frío y no tenía habilidad ninguna  para hacer preguntas. A veces preguntaba algo, pero nunca lograba uno enterarse de lo que quería saber.

        Y Fraile anuncia magistralmente la primavera, sin la caricia del aire, sin la revolución de la sangre, en ese cambio de la mujer que el estudiante tiene a su lado durante todo el curso, tan dormida en sus sentidos como si anduviera en estado de hibernación. Qué bien, qué contundente es el color ceniza del abrigo y el mismo color ceniza de los tallos de los rosales, durante todo el invierno, antes de que les brotaran las flores.

        Cuando vino el buen tiempo, las "girls" universitarias sacaron una cuerda larga, como la serpiente del paraíso, y se pusieron a saltar en el jardín. . Una mañana bajé con ellas, y mis pensamientos invernales cedieron mucho en su rigidez.. En el parterre, el primer rosal que se veía tenía un par de rosas de aúpa. Y Obdulia se había quitado su funda gris, su abrigo de color ceniza, y no era precisamente uno de aquellos rosales del invierno. Más bien tenía semejanzas con el primaveral, el de las dos rosas. Estaba radiante, muy atractiva, como si esperase a unos productores de cine. ¡Era para llenarse de extrañeza!

        Yo creo que no se puede decir mejor.
        En "Ida y vuelta" el narrador se pone claramente del lado de la muchacha del abrigo rojo, la que acompaña en el autobús al niño Kelele de casa al colegio y del colegio a casa.

        Ella va con las medias muy tirantes, con su abrigo rojo —campeón de domingos, carreteras y plazas— con el libro entre las manos un poco regordetas, coloradas, aún con el recuerdo tieso del agua de la pila. La chacha estudia. Durante todo el trayecto.

        Es la gente de los pueblos que viene a servir a la ciudad. Las muchachitas que cuidan de los niños ajenos. Y ese color rojo del abrigo y el nombre del niño  están  en el cuento como dos  divisas. Marcan expresivamente la zona de la escasez y el territorio del confort. Un rojo gritón y resistente de quien sólo tiene un abrigo, y además rojo, por lo que es muy difícil perderlo de vista. El mundo de "los señores" es  Kelele, alguien  a quien  los padres tienen el capricho de llamar así. El nombrecito subraya y satiriza la diferencia excesiva entre él y la muchacha del abrigo rojo, que puede llamarse Vicenta o Remedios. Sin embargo, la chacha estudia.  Durante todo el trayecto. Va leyendo los libros de Kelele. Y Kelele hace el vago. La muchacha del abrigo rojo merecería una oportunidad.
        En "Doctor Zhivago" se encuentra la mirada elocuente y cariñosa de un hombre que reconoce a un antiguo amor en la cola de un cine madrileño. Aquella  vecinita que encandiló al protagonista cuando los dos eran muy jóvenes.  Medardo Fraile  también viste con abrigo a la mujer que espera.

        Era de mi estatura o algo menos y a mí, que odio los perfumes, me llegaba de su abrigo sencillo y largo, una fragancia leve y acogedora, cálida que, más que de un frasco, parecía emanar de ella misma e invitaba a entornar los ojos y a desearla o soñar. Con las piernas, alternaba esas posturas de garza, tan de mujer que espera, y su pañuelo al cuello, elegante, no era llamativo ni exteriorizaba pretensión alguna.                  
Mujeres agrupadas en foto de familia

        ¿Y qué hago yo ahora con todas esas mujeres que andan reclamando un hueco en estas páginas... ?  Pues, no sé; tal vez podría agruparlas en una foto de familia.  Pondré en primera fila  a la joven madre de "Perdónanos, Hermy", que viajaba con su niñita en un tranvía.  Llevaba sandalias y los pies de Diana cazadora no serían mejores. Ni lo que prometían las rodillas. Colocaré a su lado a Juana, la mujer muerta  de "El rescate", la que pasa su primera noche bajo tierra.  Juana, hija, acostúmbrate a no estar conmigo, primero un ratito; luego, otro; así, un poco más, un poco más.... ¿Y la novia de "El álbum...? ¿No le parecerá extraño que no le haya dedicado  más espacio? A ella, que ya es un referente tan destacado en la obra de Fraile... ¿Dónde situaré a Merche, la mujer que está en la playa sin oír el mensaje estruendoso de "El mar"? Ya sé; al lado de la de "Zarabanda", esa que escucha asombradísima los gritos y suspiros de la pasión, que llegan a través del tabique. Y, de pronto, me acuerdo de la mujer de "Primeros pasos", y también la coloco en la foto de familia (que para eso está en el cuento que me ha dedicado Fraile), y además me parece que  tienen gracia  las palabras que esa mujer le dirige a un escritor en una caseta de la Feria del Libro:

        —Conque me siento allí mismito[...] empiezo a leerlo como el que no quiere la cosa y, quieras que no, vamos, le digo a usted , así, sin enterarme, o sea, encantada, llego hasta el final y me digo...

        Lo que yo me digo al llegar al final, es que las mujeres  que  he elegido y las que no caben en estas páginas, todas las mujeres de tus cuentos, Medardo, siguen tan vivas como cuando tú las creaste.

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